Breve fábula policial basada en una historia real.
La Plata, sábado 24 de junio de 2011, hora 00.00. Hace un frío penetrante. En las calles de la selva no ha quedado nadie. En la oscuridad, una jauría de siete hombres lobo uniformados se prepara para salir de cacería. Acordonan bien fuerte sus borceguíes negros, para que no se aflojen en caso que haya que usarlos, y se aprietan el cinturón al máximo, para que el pantalón quede exactamente en el lugar que tiene que estar. Una vez listos, salen a la búsqueda de su presa.
Comienzan a moverse lenta y sigilosamente. La sed de violencia es excesiva; sus bocas están secas pero les sudan las manos; las pupilas se dilatan y las fosas nasales se expanden por instinto, para estimular el sentido del olfato policial.
A lo lejos ven a dos jóvenes perdidos, que caminan por el medio de la calle y en dirección desconocida.
Antes de actuar, observan; confirman que el genoma humano de los caminantes se corresponde con sus rígidas y preestablecidas pautas de selectividad.
Ahora si, avanzan. Se separan en pequeños grupos para emboscar a sus víctimas; las acorralan. Una vez que las tiene en el centro de la redada, se lanzan.
En una fracción de segundos se desata una lluvia intensa y dolorosa; llueven palazos, trompadas y patadas de catorce pesados zapatones que rompen el cuerpo de los torturados.
Sólo la noche oscura y solitaria es testigo de los sufrimientos indecibles y de los gritos del horror.
Al rato pasa la lluvia; quedan el dolor, la humillación, el miedo y el rencor… y eso no pasa.
Pero esta vez algo salió mal para los lobos, porque a la mañana siguiente un diario nacional difunde la noticia: “Un defensor oficial y el comité contra la tortura denuncian por torturas a policías de la comisaría novena de La Plata”.
El mismo día, en una oficinita de tribunales, uno de los pibes torturados, de tan solo 17 años de edad, cuenta la horrorosa historia: “Eran más o menos las doce de la noche, estábamos yendo para nuestra casa junto con mi primo Raúl, íbamos caminando por la calle, vemos que aparece la policía como que se nos vienen encima, nos asustamos porque escuchamos tiros al aire, la policía nos agarra y nos tira al piso, ahí nos empiezan a pegar patadas, nos pegan con palos, eran como siete u ocho policías. Como era de noche no había nadie en la calle, estábamos mi primo y yo solos, y gritábamos para que no nos peguen más. Como no paraban, gritamos más fuerte, ahí como que se ensañaron y a mí me pegaban patadas en la cabeza, en el cuerpo, me pegaron en el ojo, y no puedo ver. Nos estuvieron pegando como quince minutos, nos decían que nos iban a matar, que nos iban reventar en la comisaría. Ahí nos llevan hasta el hospital a la guardia, y más tarde a la comisaría donde nos volvieron a amenazar para que no denunciáramos lo que nos habían hecho”.
Moraleja:
Nada ha cambiado.
El cuerpo es doloroso,
necesita comer, respirar y dormir,
tiene piel fina y, debajo, sangre,
tiene buenas reservas de dientes y de uñas,
huesos quebradizos, articulaciones dúctiles.
Para las torturas todo se tiene en cuenta.
Nada ha cambiado.
El cuerpo tiembla como temblaba
antes y después de la fundación de Roma,
en el siglo veinte antes y después de Cristo,
las torturas son como fueron, aunque la tierra ha menguado
y diríase que todo sucede a la vuelta de la esquina.
Nada ha cambiado.
Salvo el número de habitantes por metro cuadrado,
a las viejas culpas se suman nuevas,
reales, imputadas, momentáneas y nulas,
pero el grito del cuerpo que las avala
era, es y será un grito de inocencia
según el baremo y escala seculares.
Nada ha cambiado.
Quizás los modales, las ceremonias y las danzas,
pero el gesto de brazos protegiendo una cabeza
sigue siendo el mismo.
El cuerpo se retuerce, forcejea para liberarse,
cae postrado, dobla las rodillas,
lividece, se hincha, babea y sangra.
Nada ha cambiado.
Salvo el curso de los ríos,
la línea de los bosques, costas, desiertos y glaciares.
Por esos parajes el alma yerra,
desaparece, vuelve, se acerca y se aleja,
ajena a sí misma e inasequible,
ora segura, ora insegura de su existencia,
mientras el cuerpo es, es y sigue siendo,
y no tiene donde cobijarse.
Torturas (Por Wislawa Szymborska)
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