“Yo hasta quinto o sexto grado fui a la escuela. Tenía mis amigos ahí y mas o menos era como cualquier otro chico. Pero entonces me empecé a dar cuenta que mi vida no era igual a la de los otros pibes. Ellos me decían: ‘a las seis tengo que estar en casa porque me espera mi mama’. Claro, tenían que hacer los deberes o algo así. En cambio yo no tenía que ir. En mi casa no había nadie. Mi hermana mas grande me cuidaba pero no se preocupaba mucho o no podía hacerlo. Entonces me empecé a juntar con otros chicos iguales a mi. Pibes que no tenían que volver a sus casas y se quedaban en la calle dando vueltas y vagueando. La calle es una aventura. En una esquina empezamos a cobrar peaje. Mangueábamos a los que pasaban y, por ahí, si alguno se retobaba y no nos quería dar, con los pibes ya lo apretábamos mal. Yo a los chicos sanos, los que no hacían nada, los empecé a dejar de lado porque me parecían medios giles, panchos. Está todo bien con ello: mientras no anden con los cobanis, mientras no sean buchones, no pasa nada. En la calle teníamos hambre y no teníamos nada: pedíamos en un kiosco y antes de pagar salíamos corriendo. Al principio robaba sólo para comer, no por la plata. Después se hace una forma de vida eso de conseguir plata. Primero eran maldades chicas; íbamos a la cancha del barrio y nos afanábamos unos botines y los vendíamos. Como nos salió bien la primera vez, lo hicimos una segunda vez. Al tiempo empecé a probar drogas porque un hermano mío andaba por ahí metido. Varios amigos míos murieron en la calle. Uno estaba fumado y se cayó del tren. A otro lo mató la cana. Aunque el pibe se había entregado lo mató igual la cana porque le tenían carta blanca, lo tenían junado”. Cuando tenía 13 años le afané un monedero floreado a una vieja en la feria. No me olvido más. Era poca guita y estaba enrollada en el fondo del monedero. Después me arrepentí porque me di cuenta que la mujer iba a comprar comida. Ultimamente aprendí a sacarle los piojos a los piojosos y a los que tienen pocos dejarles que se rasquen”.-
El joven relata su historia de vida en una sórdida oficina estatal, donde un Defensor Oficial reconstruye las piezas de un complejo rompecabezas y decodificará los complejos entramados jurídicos que se harán cargo de esa vida.
Mientras el joven habla, se visualiza sobre la pared de la oficina pública, entre manchas de humedad y pintura corroída, un afiche con la imagen de dos niños de pantalones cortos sentados en la vereda de un barrio cualquiera. La frase que atraviesa esa imagen señala: “Ningún pibe nace chorro”.
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