Corrían los últimos días de octubre
del ’76 en un barrio tranquilo de La Plata, un barrio como muchos otros de la provincia de Buenos Aires. En una casa pequeña, vivía un albañil. Un trabajador
junto a sus dos pequeños hijos –Gustavo y Rubén- y su mujer Irene.
Esa noche del 27 sería el principio
del fin, Julio se había convertido –y sin saberlo, para siempre- en presa de la
maldad.
Los ejecutores de la más cruenta y
espeluznante dictadura, irrumpieron en su casa –implantando el miedo más
visceral como sólo ellos supieron hacerlo-, y se lo llevaron.
Durante aquellos días permaneció
detenido bajo órdenes del comisario Etchecolatz…se sumó a esas interminables
listas de “desaparecidos”.
Pero Julio apareció…
Pasados los años, y con las cicatrices
imborrables del dolor y el horror, llegó el día: Julio podría por fin,
encontrarse cara a cara con su verdugo, pero ahora, amparado por la robusta
democracia, esa por la que tanto había peleado, aguantado, luchado…gracias a
ella, hoy se sentía seguro…
Y así, con firmeza, y con la
determinación que provoca el dolor, el sufrimiento propio y ajeno, y el horror
vivido en carne propia durante la última dictadura, Julio López, “un
desaparecido”, se enfrentó al, por entonces, Comisario Etchecolatz, y relató
uno a uno los hechos que vivió bajo su tétrica y aterradora supervisión.
Los relatos, escalofriantes. Lo
sucedido, aún peor.
Como él mismo contó: “Resulta que ese día como a mi no me hacía mucho la
picana, porque era con batería y no me hacía mucho, sentía un cosquilleo y todo…[me
dijo] “ahora acá vas a sentir, vas a ver”,
y le dice a los otros cargándome, “che prendela directo desde la calle a la
máquina…” ¿Quién decía todo esto? –pregunta el juez- “Etchecolatz, el señor Etchecolatz!!"
En su voz se traslucía el más
profundo y arraigado dolor, ese que no le permitió olvidar siquiera el más
mínimo detalle de aquellos días, ese que tampoco le permitió perdonar, pero que
a su vez lo empujo a acudir a la justicia, a creer en la justicia, a creer en
la democracia.
Pero la maldad ya lo tenía marcado,
ya lo había sentenciado.
El 18 de septiembre de hace ya siete
años, la maldad se lo llevó. Pero no actuó sola. La democracia, esa que tenía
que cuidarlo, que tenía que velar por él, lo dejó solo. La indolencia, la desidia,
la indiferencia, la violencia, la impunidad, las más altas miserias se han
ocupado de que una víctima de la dictadura, hoy lo haya sido en democracia…
Un sobreviviente al terror más
absoluto, fue presa fácil de esta democracia hipócrita, renga, miope y
mentirosa. Una que a siete años, no tiene imputados, procesados, no tiene
respuestas.
Y Julio, esta vez, no apareció…
Porque el “nunca más” se quedó en
los libros, porque a Julio lo acompaña Luciano…
Porque las víctimas de ayer, hoy
sufren el desamparo.
Porque los desaparecidos no lo
fueron por obra de magia, sino por la decisión de alguien
Porque a siete años, no hay lugar
para el olvido de aquél que con su ausencia se encuentra más presente que
nunca…
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