He decidido revelar esta noche, ante ustedes oyentes queridos, el más extraordinario de los hechos confiados a mi persona. Un caso sin precedentes en la historia legal de nuestro país. Un acontecimiento que cambiará el rumbo de las órdenes y los reglamentos morales. Una delicia para el quehacer de los críticos y un dolor de estómago para los juristas ortodoxos y militantes letrados del deber ser. Una información que popularizada constituirá un cambio de paradigma legislativo. Sí, el nacimiento de una cosmovisión legal diferente y por ende trascendente.
Pero antes de que sus oídos se endulcen con mi chimento estatal, quiero permitirme una advertencia. Y también una condición, ésta en carácter de inapelable. La revelación que sigue no les dará el derecho a imprimir sobre mi frente el mote de alcahueta del siglo. Entiendan, desde el vamos, que lo que hago lo hago por el bien público y privado de esta Nación. En ningún caso, la confesión busca herir las susceptibilidades de la señora Norma, esa mujer que tiene un castigo y derecho reglamentado para cada una de nuestras conductas, acciones y necesidades.
Ya basta de advertencias. Vamos a los nuestro. En este discreto acto de sincericidio ético, yo, la paciente que le sigue, les quiero confesar que la Constitución Nacional va a terapia. Sí, como escucharon. La ley madre de todos los Códigos practica terapia cognitiva desde hace varios años. Y juro que no es una ilusión óptica.
Fue en marzo que la ví por primera vez salir de infraganti del consultorio de Ramiro, mi terapeuta amigo, que valga la aclaración lleva por nombre el significado de “consejero glorioso”, que para el caso no es un dato menor. Desde entonces, llego quince minutos antes a cada sesión. Me obsesioné con controlarle la huida. Y no es para menos. Estamos hablando de que la Carta Magna, junto al Código Penal, uno de sus varios hijos, va- a- te-ra-pia y yo, sólo yo, la veo escabullirse cada martes.
Según me contó Ramiro, que además de ser un gran profesional es un mortal como cualquiera de nosotros, la Norma se analiza desde hace más de 150 años. Se calcula que fue a unos 50 terapeutas, que le dieron, como era de esperar, unos 50 diagnósticos diferentes. Un gobierno, una interpretación. Otro gobierno, otra interpretación, y así sucesivamente.
La semana pasada no aguanté más y la agarré a la salida del consultorio. Le pedí a Ramiro que nos dejara a solas cinco minutos. A sabiendas de mi obsesión y derecho ciudadano, él accedió. La Norma se sorprendió por mi arrebato, pero yo no titubeé y enseguida le pregunté: ¿Por qué hace tantos años que haces terapia? ¿No resolviste tus problemas existenciales todavía?
Por la cara que puso, pensé que no me iba a contestar, y que incluso me iba a castigar. Sin embargo, la señora Constitución, escoltada por el Código Penal, me respondió: “Nena, yo soy la materia prima de los deseos represivos y pacíficos de este Estado. Soy el insumo para la justificación de las acciones nacionales y soy la vara que declara la constitucionalidad o inconstitucionalidad de las acciones en el territorio de esta Nación. Soy yo la única que persiste con el pasar de los años. Y cada uno que llega me interpreta como quiere y hace en consecuencia. Cómo no estar de los pelos cuando todos te interpretan de manera diferentes e incluso te piden u obligan a cambiar tu fisionomía porque algo no les cierra. ¿A vos qué te pasaría en mi lugar?”, me interrogó sorpresivamente.
Yo quedé con la boca abierta. Tenía enfrente a la Constitución parlante, al lado a Ramiro, mi terapeuta amigo, y entre manos la interpelación de la madre de las Normas. Un martes para la historia.
Balbucee una respuesta. Pedorra, como era de esperar. Sin embargo, ella no se quedó en el molde y ante mi asombro continuó: “Vengo a terapia porque el Código Penal y yo, la señora Carta Magna, estamos siendo analizados nuevamente por funcionarios del Estado. Con sus artículos y los míos intentan diseñar una política pública contra el delito. Eso que en los ámbitos académicos gustan en denominar, política criminal. La cosa es que, por las experiencias pasadas, necesitamos estar más alertas. Nuestros artículos se interpretan, y depende de quien lo hago, lo que sale. Nosotros ya le dijimos a Ramiro que no queremos volver a ser el argumento para el castigo discrecional o perverso del pueblo”.
La conversación terminó enseguida. Y ella volvió a escabullirse y yo a entrar al consultorio de Ramiro. Desde entonces, cuando nos cruzamos, sólo atino a saludarla con una reverencia de cabeza.
Yo, la paciente que le sigue en turno a la Constitución Nacional, entendí aquella tarde que el conflicto que la envuelve carece de terminología psíquica de definición, porque a ser la justificación de poner o sacar policías de la calle, quitar o permitir limpiavidrios en los semáforos, castigar o no a las travestis, encerrar o no a los chorritos y criminalizar o no las protestas, en la jerga se le denomina política criminal.
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